En un sistema excluyente por naturaleza, solo queda la autonomía.

Don Elpidio y doña Luisa son autosuficientes. Producen el carbón con el que cocinan; cortan, tuestan y muelen los granos de capomo para el café; siembran milpa y cuidan a las vacas, becerros y gallinas que les proveen de leche, carne y huevos durante todo el año. La autosuficiencia suena bien pero su vida no es fácil. Ojalá la autosuficiencia no fuera la única opción.

Rita tiene 4 años y una dicción perfecta. Tiene piel morena y ojos grandes y brillantes que mantiene siempre bien abiertos como si quisiera abrazar el frondoso entorno de una sola mirada, parece que lo logra porque conoce bien el nombre de cada flor y fruto del lugar. Agarra aire y enlista con su voz aguda desde la copa de un árbol: “Aquí hay mangos, arrayán, gondos, pistaches, maracuyá, pedorritos, coapinole, orejas de parota…”.

Desde hace 2 años Rita vive con sus abuelos, don Elpidio y doña Luisa en La Esperanza, una comunidad rural ubicada a 45 minutos del centro de Puerto Vallarta.

Antes, Rita vivía en una ranchería en Tepic. Tuvo que mudarse porque su madre, soltera y trabajadora sexual, no podía hacerse cargo de ella. Gema, una chica rubia y robusta de 12 años, prima de Rita, dice que en aquel rancho la gente habla “raro”, no es otro idioma, aclara.  Simplemente “chistoso”,  me cuenta para hacer gala del progreso que ha tenido Rita desde que vive en La Esperanza con sus abuelos.

La Esperanza ha sido beneficiaria de programas gubernamentales cuyo objetivo es garantizar la preservación medioambiental de regiones biodiversas a través de incentivos económicos a sus habitantes. Así, los integrantes de la comunidad, agrupados en la figura legal de Ejido reciben recursos de parte de la Comisión Nacional Forestal (Conafor) por concepto de servicios ambientales. A cambio, los pobladores se comprometen a no cazar y no talar los árboles del territorio. De esto último, ya están encargándose grupos delincuenciales quienes recorren el camino de terracería de con camionetas cargadas de madera.

Otra condicionante para permanecer en el programa es que el dinero se reinvierta en proyectos productivos sustentables donde participe y se beneficie la comunidad. No suena mal, el problema es que el dinero se pierde en los caminos institucionales y casi nunca llega a familias como la de Rita.

Aunque hay asambleas mensuales para discutir el destino de los recursos en función de las necesidades de la comunidad, para muchos, es un mero trámite pues se trata de asunto amañado. Lo común, dicen, es que algunos ejidatarios, en contubernio con el delegado municipal, concursen y obtengan recursos federales para proyectos que nunca se materializan y cuando lo hacen, da igual, porque las ganancias nunca se ven reflejadas en la comunidad.

La falta de escuela marchita a la comunidad

El verano pasado La Esperanza se quedó casi vacía. Muchas familias tuvieron que dejar la comunidad en busca de educación secundaria para sus hijos mayores. Con los adolescentes se fueron también sus hermanos y la población en edad escolar se redujo a solo tres niños, entonces cerró también la escuela primaria (la Secretaría de Educación consideró que no se justificaba el envío de un maestro a la comunidad) Sin familias no hay maestro y sin maestro no hay escuela. A finales del año pasado los dos salones y par de baños que conformaban la primaria cerraron indefinidamente. Se abren de vez en cuando para reuniones comunales.

La falta de escuela es un tema recurrente en las lúcidas conversaciones que tengo con Rita mientras estamos sentadas en el piso de cemento de la cocina y ella dibuja frenéticamente en una libreta con muy poco espacio en blanco disponible. Es su antiguo cuaderno de caligrafía del que me lee su nombre completo con una voz fuerte y clara. Termina de leerlo y le da una carcajada. Me cuenta cómo se llamaba su maestra, de las frutas que comían a la hora del recreo y de las hazañas intrépidas de sus amigas en la resbaladilla, el sube y baja y los columpios.

En las últimas elecciones, el ejido ofreció trabajo a don Elpidio. Le propusieron ocupar un cargo público en el ayuntamiento, lo único que tendría que hacer era acudir a algunas reuniones y firmar documentos de vez en cuando. Pero él se negó “Yo no sé leer ni escribir, ¿usted cree que voy a andar de regidor?” me pregunta y suelta otra carcajada.

Doña Luisa y don Elpidio son personas sencillas y se esfuerzan por mantener un perfil bajo en el ejido aunque involuntariamente se han convertido en actores clave. Ella es dueña de la única tienda de abarrotes de la comunidad y se convirtió en anfitriona de las campañas de salud del programa gubernamental Prospera. Entre sus responsabilidades estaban las de llevar el censo demográfico de la comunidad, albergar campañas de vacunación y desparasitación y organizar charlas informativas sobre salud sexual y mental; en su sala aún yacen algunos carteles hechos a mano que hablan de pastillas anticonceptivas y condones, u otro titulado “¿Sabías que los hombres también pueden sufrir depresión?”.

Con la reestructuración de los programas sociales emprendida por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, las brigadas de Prospera dejaron de visitar La Esperanza y la gran pregunta es si habrá otro programa que cubra esas necesidades. “Vamos a tener que ir al Centro de Salud”, dice doña Luisa con un resignado optimismo porque la clínica más cercano está a unos 40 minutos, en carro, aclara. Pero no todos tienen carro y a La Esperanza no llega el transporte público, a pesar de su cercanía con el segundo destino turístico más importante de México. A veces, hay que caminar mucho o conseguir un aventón.

A La Esperanza tampoco llega la señal telefónica de ninguna compañía, menos el Internet. Lo que sí llegó hasta acá fueron las televisiones digitales que regaló el gobierno del ex presidente Enrique Peña Nieto. También llegan los camiones repartidores de las empresas transnacionales y su canasta básica de comida chatarra: refresco de cola en sus diferentes presentaciones, panecillos dulces y agua embotellada. Aún así todavía se venden bien los helados de frutas y el café de Capomo que prepara doña Luisa para ofrecer en la tienda.

Comencé a visitar La Esperanza en mayo de 2018 como parte de un proyecto escolar sobre desarrollo local. Hasta finales de 2019, la falta de escuela y transporte público seguían sin resolverse.
Los nombres reales de los protagonistas de esta historia fueron cambiados con el objetivo de proteger la integridad de la comunidad.